Tras los adelantos publicados “Et puc odiar molt més”, “Sé” y “Cançons que maten”, Sidonie presentan “Catalan Graffiti”. Un trabajo que supone su primer disco íntegramente en catalán y que celebra el paso del tiempo, la amistad y la melancolía pop. Este álbum estará disponible desde el 14 de noviembre en todas las plataformas digitales.
El escritor Miqui Otero firma el texto que acompaña este lanzamiento, un retrato generacional que ilumina el universo sonoro y vital del trío barcelonés:
“Sidonie – “Catalan Graffiti”
Mira si conocí a Sidonie hace tiempo, que entonces no es que fueran tres tipos de veintipocos años, sino que eran un tomate, un tejón y una pantera rosa.
“El pasado es un país extranjero; allí las cosas se hacen de otra manera”, escribió L. P. Hartley en la novela The Go-Between. Y tanto, colega. Yo, como mensajero de este nuevo disco, debo decir que ahora y aquí ya no llevan en escena aquellos peluches en la cabeza con los que se disfrazaban cuando empezaron, cuando sacaban el sitar y la gente enloquecía como cuando llegan los licores a la sobremesa. Sus estribillos ya no van sobre
feeling down ni sobre viajar a Varanasi, ni usan el inglés. El presente está aquí, y ahora lo hacen en catalán, a cara descubierta y sin máscaras, y quizá por eso cantan sobre recuerdos infantiles y miedos adultos y adicción a la melancolía melómana; sobre todo aquello que no pierde brillo con los años, sobre hacerse mayores, pero sobre todo sobre crecer.
“Catalan Graffiti” es un paseo en descapotable por escenas de toda una existencia: frenando en callejones de infancia, intermitente en la avenida de las primeras veces, gas en la rotonda de las dudas adultas, subiendo el volumen en los puentes y los estribillos.
Como los protagonistas de American Graffiti, sintonizan los recuerdos y saltan los hits y las caras B de la vida.
Marc, Jess y Axel todavía se llaman Joe entre ellos. Es casi paranormal que no hayan ganado tallas de Levi’s, y sus melodías siguen trenzándose con el regusto agridulce de los acordes menores de una Rickenbacker de los sesenta. Y mantienen intacto el impulso del entusiasmo.
Pero quizá cantar en la lengua materna te acerca al nubarrón léxico de las cosas que te importan, a las camisetas favoritas de talla XXXS y a las primeras sorpresas XXXL, así que rescatan recuerdos concretos. En una canción, de repente estamos en 1984 y Marc tiene diez años: con todo por hacer, dibuja anillos de Saturno, carga pistolas láser y no es raro levantar la cabeza y ver un OVNI. Poco después tiene El cap ple d’ocells (La cabeza llena de pájaros), una cabeza llena de vientos glam rock que busca brújulas, encuentra mapas e intenta volar solo.
Sidonie representaban —cuando más que una banda eran una fábula filomod de animales del rock and roll— el festival hedonista, el banquete psicodélico y la piñata colorista. Pero han ido sumando influencias y restando prejuicios.
Et puc odiar molt més (Puedo odiarte mucho más), por ejemplo, arranca tropezando por una escalera llena de tambores y suena a The Cure en viernes. Con un riff celestial de Friday I’m in Love o Just Like Heaven, repasa los errores pasados, que no son errores porque no los cambiarías; así que son pruebas. Es también retrato de parejas que se aman y se odian, como en la canción de Sam Cooke (“I don’t like you but I love you”), o como —la lluvia de nombres siempre es importante en esta banda— Zelda y Francis Scott Fitzgerald, o, más de aquí, Terenci Moix y Enric Majó.
Y después coros en “u”, la letra tierna y guitarras cristalinas marca The Byrds, para hablar de esas canciones que te pones para ponerte más triste. Porque la tristeza es tolerable, y fotogénica, gracias a las canciones tristes. Sidonie resuelven la pregunta metafísica: ¿estoy triste porque escucho pop o escucho pop porque estoy triste? Si estás triste porque escuchas Cançons que maten (Canciones que matan), no estás triste, como no estás realmente solo si lo eliges y no te lo imponen.
A veces mejor solo que en una Boda, parodia y balada al estilo Del Shannon, de las que sonarían en la radio de American Graffiti, como banda sonora de una boda donde todo está en su sitio: chistes de buen gusto, fotos con cámara analógica, brindis al sol. Es el mejor día de la vida de los novios (¡vivan los novios, ya se apañarán!) y el peor del narrador (¡viva la muerte!, cuando has saludado al camello del pueblo y has hablado demasiado con la novia).
Pero resulta que también hay medios tiempos de los que silbas y tarareas con la “a”. Y que te hacen andar por el mundo, como decía el filósofo, subido a los hombros de ti mismo. El britpop manchesteriano de No puc parar de créixer (No puedo parar de crecer), eufórico, que camina con los pies apuntando a las 10 y 10, como Liam Gallagher después de cuatro cafés, hace inventario de lo que sabe y de lo que no, para confesar que todos somos un árbol cuando nos abrazan. Uno que no puede dejar de crecer, aunque nos escriban en el cuerpo con navajas o se nos meen encima.
Hay visitas a San Remo (la localidad, incluso el festival, pero no la cadena de perfumerías), con arreglos de festival romántico en Ets Itàlia (Eres Italia); y hay una invasión de nueva ola, nocturna y con gafas de sol, en Sismologia, que suena a grupos españoles de los 80 como Los Cardíacos, para bailar vampíricamente con la cabeza en llamas.
También hay una Mentida (Mentira), prima hermana de la familia de canciones del merseybeat, pub rock nocturno que muta en teclados épicos Roxy Music durante Aquesta nit és la nit (Esta noche es la noche), y un homenaje a la gran palabra de ese idioma extraño llamado rock and roll: Baby, baby (con ponche de huevo, ganchitos, besos de puntillas y magreo en el baño).
“¿Cómo puedo quererte si no te gustan las pelis que amo?”, cantaban Hefner hace años. Y en otro tema, Sidonie abortan una cita porque aquella chica, aparentemente perfecta (¡siempre saludaba!), odia a los Beatles. Nadie debería odiar su euforia apta, como algunos juguetes, desde los 0 hasta los 99 años. Decía Kurt Vonnegut en sus conferencias que la función del arte es hacer mejor la vida de la gente. Cuando le preguntaban quién lo había conseguido, el novelista del bigote siempre respondía: “Los Beatles“. Sidonie también lo creen. Lo han sabido siempre, no lo han olvidado nunca, y ahora lo demuestran.
Cuando eran un tomate, un tejón y una pantera rosa, yo era un adolescente que los entrevistaba para fanzines, y ahora soy un cuarentón que escribe novelas. Pero hay un cable en espiral, una ristra de golpes y abrazos, que conecta a los primeros y a los últimos Sidonie, que enlaza los años y acumula giros y experiencias. Y que se enchufa para encender canciones esencialmente luminosas, hechas por tres colegas que han sabido defender, del mundo y del tiempo, su amistad.
Andrés Perruca, de El Niño Gusano —grupo psicodélico como los primeros Sidonie—, siempre dice que la diferencia entre el rock y el pop es que cuando escuchas una canción más rock niegas con la cabeza, y cuando es más pop, asientes. En Catalan Graffiti ganan por goleada los síes. Y sí, suenan a mil cosas, pero también a ellos, como las canciones pop que están escritas para todos pero que te hablan a (y de) ti. Canciones que, como la radio en un coche a 120, sintonizan con lo que sientes. Y que hablan, más que nunca, tu idioma.
Miqui Otero, Barcelona, octubre de 2025
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